En el Día Mundial de la Lucha contra el Sida los medios se inundan de informaciones sobre la necesidad de más fondos para costear las investigaciones que permitan la eliminación de la pandemia. El progreso en este campo ha sido grande y hay motivo para mantener viva la esperanza.
Donde no se produce un parejo avance es en los resortes culturales, morales y educativos para afrontar una enfermedad que en una alta proporción tiene que ver con los comportamientos sexuales de las personas.
Para las campañas al uso, el Sida parece una fatalidad que debe asumir la sociedad, ya que por encima de los riesgos de contagio estaría el supuesto derecho individual a vivir las relaciones afectivas sin condicionamiento alguno. La única insistencia se centra en la distribución masiva de preservativos, convertidos por cierto en un pingüe negocio. Es como si para evitar las muertes en carretera por exceso de velocidad y alcohol, la DGT basara toda solución en simples campañas para poner el cinturón de seguridad.
Sólo la voz de la Iglesia recuerda que la prevención del Sida debe centrarse en lo que Benedicto XVI denominó “humanización de la sexualidad”, algo que parece escandalizar a quienes continuamente nos bombardean con indicaciones sobre cómo llevar una vida sana. Sin embargo la realidad es tozuda y donde hay fidelidad no hay SIDA.
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